martes, marzo 21, 2006
Después de Auschwitz: la persistencia de la barbarie (I).
Ricardo Forster
1. Después de Auschwitz. ¿Qué palabras utilizar para intentar describir la trama del infierno? ¿Cómo volver a los textos ejemplares de la literatura allí donde el infierno era metáfora de una realidad imaginaria cuando, en Auschwitz, se ha vuelto manifestación de lo humanamente posible? (1) Preguntas iniciales, simples marcas de una interrogación que no cesa de crecer en una época, la nuestra, que por diversos y extraños caminos vuelve a toparse con los relatos del horror, con la presencia, tan difícil de explicar, del mal absoluto asociado con el mal de la banalidad. Y decía que las palabras se opacan al intentar aproximarnos a aquello que fue y que significó la solución final porque frente a un acontecimiento de la naturaleza inédita del exterminio masivo de millones de seres humanos por parte de una maquinaria tecnológico-racional montada específicamente para desarrollar hasta sus últimas consecuencias esa finalidad propuesta por el nacionalsocialismo, el lenguaje queda enmudecido, las venerables categorías de análisis de las ciencias sociales parecen estallar en mil pedazos al intentar explicar el horror infernal y sus causas. Pero también el lenguaje corre otro peligro no menos grave: su puesta al servicio de una mentalidad massmediática, el pasaje de lo recluido en la memoria a la exposición prostibularia propia de los lenguajes de la industria del espectáculo asociada a otro fenómeno de época no menos significativo y peligroso: la apropiación política que el poder actual hace de aquel acontecimiento genocida como un modo de convertirlo en historia juzgada, cuya maldad incalificable ha quedado lejos de nuestro presente democrático y tolerante.
Auschwitz es mucho más que el nombre de un campo de exterminio, que el lugar en el que se focalizó la barbarie genocida del nazismo; Auschwitz concluye el itinerario maldito de un Occidente que hizo del “judío” el paradigma de lo abominable, alquimia de deicidio y contumacia, cómplices del demonio, usureros de los poderosos y apátridas preparados para la traición. El “judío” permaneció irreductible, un otro que amenazaba el dominio absoluto de la cristiandad; figura de una persistencia insoportable que insistía en sustraerse a la gramática homogeneizadora del logos occidental. Primero se trató del “gran chantaje” formulado por Pablo, los judíos como reponsables de la postergación sin tiempo de la definitiva culminación de una historia de pecado y sufrimiento; relapsos y negadores de la divinidad de Cristo que mientras persistieran en su rechazo seguirían provocando la presencia, entre los hombres, de la muerte y la penitencia (2). El “judío” es quien mantiene como rehenes de su negación al conjunto de la humanidad. Trabajar para su conversión significa quebrar ese chantaje insoportable (3). Se trataba, para el dispositivo paulino, no de su eliminación física sino de su extraordinaria función en la economía de la salvación. Permanecer en “judío” significó un reto pero también una necesidad del propio cristianismo que, de ahí en más, tendrá a mano su chivo emisario, el sujeto perpetuo del desprecio, el errante por definición que ha perdido su hogar y que vaga por el mundo sin ser de ninguna parte. La figura del apátrida, del desterritorializado alcanzará un lugar prominente en la época del estado-nación, pero su sombra ya se extiende desde el vía crucis de Jesús.
2. “Lyotard escribe ‘los judíos’ —Héctor Schmucler está haciendo referencia al libro de Jean-François Lyotard, Heidegger y los “judíos”— en un plural indeterminado, para subrayar que no habla de lo judío como hecho político, ni religioso, ni filosófico. ¿Pero queda realmente algo de lo judío si se deja a un lado (se olvida) que su único y hasta ahora indoblegable lugar de pertenencia es la memoria y que esa memoria no hace otra cosa que repetir el fundamento religioso de su existencia? La memoria judía se enraíza: la Torá, el Talmud y los inacabables comentarios que les dan incesante vida. Lo judío tiene un punto de partida irreductible: el pacto sin precedentes impuesto por Dios a los hombres. Desde aquel entonces todo lo que se debe hacer es no olvidarlo: la memoria como deber inapelable y como condición de existencia. La persecusión a los judíos, desde siempre, tuvo como objetivo destruir la memoria: en la historia de los libros, tal vez ninguno haya sido tan condenado como el Talmud. Es probable que las cosas sean a la inversa de lo que imagina Lyotard y Europa haya sabido, siempre, qué hacer: eliminarlos secando sus raíces, la memoria (4). El nazismo tuvo el gesto más audaz y desesperado. Convencido de que era inútil el esfuerzo que llevaba dos mil años y creyendo que la memoria judía es indestructible, buscó la solución final: eliminar a sus portadores. Ninguna eternidad es posible si no existen seres que piensen en ella” (5).
Pablo, y con él todo el cristianismo hasta la modernidad, comprendió que ese sujeto que permanecía fiel a la memoria, que habitaba un libro como si fuera una patria y lo volvía infinito y abierto, representaba el peligro, la presencia de una otredad que el logos greco-cristiano no podía ni debía tolerar. Fuera de la historia, ajeno al mensaje salvador de Jesús, testigo de lo intolerable por inasimilable, el “judío” atravesó la historia europea siendo el portador de una marca despreciable cuyo destino no podía ser otro que el de la asimilación o la desaparición. Quemar el Talmud fue el comienzo de una historia que culminó en la gran hecatombe de los cuerpos judíos en la gigantesca hoguera que los nazis construyeron como corolario del insostenible lugar de esa figura huidiza y extranjera en el seno de una civilización fundada en lo igual a sí mismo, es decir, en un logos doblegador incesante de toda diferencia. Auschwitz, es posible decirlo así, culminó lo que desde un comienzo habito la conciencia cristiana allí donde el “judío” fue definido como el responsable de la ejecución de Cristo y el causante de la postergación del fin de la historia y su corolario salvífico.
El otro, el extranjero, el judío describió su periplo por la geografía de Occidente recorriendo las tierras marginales, permaneciendo en el umbral a la espera de un tiempo continuamente postergado. Excluido pero instalado a tiro del poder, el judío constituyó en la Europa medieval ese personaje capaz de asumir en su figura demonizada todo el odio del pueblo; como si en el martirio al que fueron sometidos por turbas fanatizadas dirigidas por frailes y curas, se hubiera reproducido, en su forma contraria, el sufrimiento de Cristo. Estaban allí como símbolo del rechazo y la negación, eran aquellos que condenaban a todos los fieles a una espera interminable mientras insistían con su absurda fidelidad a una ley perimida. Quemar sus libros mefistofélicos, masacrarlos en medio del aquelarre de cruzados y miserables, incendiarlos junto a sus sinagogas, violar a sus mujeres y ensartar a sus niños en las espadas de los soldados de Cristo que se preparaban para liberar el Santo Sepulcro, fueron algunas de las prácticas cotidianas de la Europa medieval mientras la Iglesia, después de haber generado las condiciones para su repudio y demonización, intentaba tibiamente proteger unas vidas que debían participar en la economía de la salvación. Mientras que los obispos, cuidadosos intérpretes de las Escrituras, elaboraban alambicados discursos proteccionistas, desde los púlpitos de miles de iglesias, en el altar de innumerables conventos, curas desprovistos de cualquier sutileza teológica llamaban a las cosas por su nombre: los judíos eran los eternos asesinos del Señor y debían pagar su inmunda culpa bajo el peso de la espada o aceptar, en el arrepentimiento y la contrición, el camino señalado por el calvario de Jesús.
Hay ciertas frases cuyo destino en la historia contradice profundamente lo que quisieron decir sus autores. Frases que dibujan un itinerario que las aleja de su sentido original. En definitiva, no hay texto que pueda permanecer atado a un sentido pero hay algunos que se sustraen más dramáticamente a las intenciones de sus autores. Herder escribió una de esas frases. Para él los judíos eran un pueblo “extranjero” en Europa, un pueblo que provenía del Asia. Claro que en Herder esta condición “extranjera” distaba de ser un reproche o de fundar una actitud de rechazo; se trataba, por el contrario, de un reconocimiento y hasta de un gesto de admiración. Los judíos alimentaban a Europa con su originalidad, su condición “extranjera” se volvía un beneficio. Y sin embargo Europa no leyó con ese espíritu la frase de Herder, no quiso reconocer en ella el punto de encuentro de dos culturas ni la deuda contraída con el judaísmo. El judío se volvió literalmente “extranjero” en Europa, es decir, un otro negado y rechazado, un errante sin patria ni raíces que venía a contaminar el suelo cristiano. La palabra “extranjero” adquirió su connotación más vulgar y terrible: la del temor ante el diferente, la del que siente rechazo por el otro. Lejos quedaba el significado bíblico del “extranjero” como aquel al que hay que ofrecerle albergue y al que hay que cuidar; sentido que todavía aparece en Herder pero que se vuelve inactual en su interpretación posterior. El judío se convirtió, pese a Herder, en el “extranjero” por esencia, en un otro que lejos de aportar a la conformación plural de una cultura se volvía amenaza. Distante de la idea de hospitalidad propia de la tradición judía (la universalidad cristiana no es hospitalaria con el “otro”, busca su incorporación y no efectúa el acto hospitaliario del reconocimiento en la diferencia), Europa se volvió autorreferencial haciendo del rechazo a lo ajeno de sí misma una práctica civilizatoria que ya no se detendría hasta alcanzar su expresión más extrema y bárbara con la Shoá. Una frase escrita para darle al otro un lugar sufre, pese a su autor, los trágicos designios de la historia hasta volverla su perfecto contrario. Esto ha llevado a los propios judíos a tener que clausurar cualquier referencia a su condición genuina de “extranjeros” para volverse “nacionales”: judeo-alemanes, judeo-franceses, judeo-norteamericanos, judeo-argentinos y hasta judeo-iraelíes, sin que ese pasaje haya impedido la continuidad del rechazo y, en pleno siglo xx, la tragedia del judaísmo europeo. Ya no hay lugar para lo simplemente judío, para aquello que representaba, según Herder, lo creativo y original, su presencia como “extranjeros” que son capaces de preñar otra cultura con su propio genio. Claro que Herder concluirá con la idea de que esa historia debe confluir, y negarse, en la nueva historia del presente. Se trata, tal vez, de que Europa vio desde siempre al judío como el portador de una amenaza, como aquel otro que se internaba en su seno sosteniendo una visión del mundo irreductible al universalismo de la razón greco-cristiano-ilustrada (6).
Esa irreductibilidad, esa permanencia en la diferencia, condujo a la única solución posible después de haber fracaso la alternativa asimilacionista: dejar que los nazis recorrieran el camino sin retorno, para el judaísmo europeo, de la Solución Final. Ese no hacer nada ante la gigantesca hoguera que se levantó en el corazón de Europa sigue marcando a fuego el fracaso, en toda la línea, de la racionalidad occidental y de sus promesas liberadoras. La destrucción de los judíos en el infierno concentracionario significó, también, el doblegamiento de la civilización occidental a la lógica del mal absoluto que no eludió sus raíces logocéntricas sino que las llevó a su extremo. Ese lugar imposible del “extranjero”, esa incapacidad de Europa de ser “hospitalaria” ha calado hondo en el devenir histórico del antisemitismo, entendiéndolo, desde esta perspectiva, como el síntoma de una cultura imperial, universalista y reductora de toda diferencia. De la écumene cristiana soñada por Pablo, pasando por la Iglesia medieval y el universalismo ilustrado, lo que quedaba en el fondo del túnel no era la aceptación del otro, el dejar que el extranjero habitara libremente la geografía de Occidente, no, lo que esperaba para dar su zarpazo definitivo era Auschwitz, que no sólo representa el fin del judaísmo europeo sino que también supone la quiebra moral de toda una civilización. Quizás, en este sentido, la especificidad de la Shoá esté ligada directamente con este no retorno de la conciencia europea, es decir, de la razón occidental, a sus promesas de libertad e integración, para acabar de poner al descubierto su fondo ominoso y destructivo, su incapacidad para establecer una relación con el otro que no se resuelva o en sometimiento o en exterminio. Por eso le sigue resultando tan difícil a Europa abordar en toda su complejidad y hondura lo que ha significado Auschwitz; por eso ha preferido hacer del nacionalsocialismo un accidente horroroso e inesperado, una suerte de extraña enfermedad alucinatoria que atravesó la vida alemana durante dos décadas, volviéndolo inexplicable en términos de su propia travesía civilizatoria, puerto de llegada de dos milenios de construcción del “judío” como ese otro insoportable e intolerable, hasta reducir esa andadura sostenida en violencias verbales y violencias físicas a un enloquecimiento repentino del pueblo de poetas y filósofos que, un día aciago, se dejó tentar por el Diablo y ganado para su causa malvada acabó por destruir a ese extranjero eternamente indeseable.
3.
Descuidar, a la hora de intentar penetrar en los horrores de la Shoá, el largo proceso de construcción del imaginario antisemita en el seno de la cultura occidental (que en la tradición inaugurada por Pablo y perpetuada por el cristianismo medieval es básicamente antijudía), tratando exclusivamente de limitar la lógica atroz del exterminio al irracionalismo hitleriano, es perder de vista las condiciones que hicieron posible que pudiera destrozarse al judaísmo europeo sin que prácticamente nadie se haya opuesto. No deja de ser significativo y ejemplar, por lo que ha implicado para la propia tradición filosófica, el silencio de Heidegger ante el exterminio de los judíos a manos de aquellos que instalaron su concepción homicida en el corazón de Alemania (7). J-F. Lyotard ha intentado indagar en este silencio del autor de Ser y Tiempo: “Y que ‘concluía’ -Philippe Lacoue-Labarthe- que el crimen de esta política -se está refiriendo a Heidegger- reside no tanto en el compromiso nacionalsocialista del rector de Friburgo como en el silencio observado hasta el final por el pensador de Todtnauberg sobre el exterminio de los judíos (...). De ahí la paradoja, y hasta el escándalo: cómo pudo este pensamiento (el de Heidegger) absolutamente dedicado a recordar lo que hay de olvido (del ser) en todo pensamiento, en todo arte, en toda ‘representación’ del mundo, ignorar el pensamiento de ‘los judíos’, que en cierto sentido no piensa, no intenta pensar, más que eso; olvidarlo e ignorarlo hasta el punto de que calla hasta el final, que niega, la tentativa horripilante (e inane) de exterminar, de hacer olvidar para siempre lo que en Europa recuerda, desde el comienzo, que ‘hay’ Olvidado.” (8) “Olvido” de aquellos que han tejido su marcha por la historia con los hilos de la memoria; de aquellos que no pudieron sustraerse al mandato, a la Ley, del recuerdo. Heidegger, filósofo que nos señala el “olvido” de Occidente y de su metafísica, no tiene una sola palabra para nombrar a los olvidados de esa historia de sustracciones (sería bueno aclarar que el despliegue histórico de las políticas del olvido concluyó, no azarosamente, con el exterminio judío a manos de los nazis; como si en ese gesto milenario -cristiano, monárquico, republicano o nazi- ya hubiera estado, desde el principio, escrito el destino de los olvidados: el exterminio). Heidegger calla. He ahí su complicidad. Lo demás, y estoy de acuerdo con Lacoue-Labarthe y con Lyotard, es menos relevante y hasta puede ser atribuido a un error político o a la estupidez del filósofo; lo que no puede obviarse es su silencio posterior.
En ese callar se manifiesta lo impronunciable del genocidio, la presencia de una obturación que hace resistencia a la voz exterminada y de la que Heidegger no puede, no quiere ni sabe decir absolutamente nada. En su silencio habla lo imposible de la memoria y pende como una lápida ilevantable allí donde lo atroz no es escuchado ni reconocido. ¿Cómo sostener el filosofar después de que lo inaceptable fue aceptado y silenciado? ¿cómo seguir trabajando con el lenguaje cuando las palabras quedaron comprometidas con el mal absoluto? ¿es acaso el silencio de Heidegger una astucia del mal? Paul Celan peregrinó hasta Todtnauberg para escuchar una palabra, una sola palabra del filósofo y regresó cargando un silencio ominoso, un no decir que, para el poeta, se volvió abyección. ¿Qué dice el silencio de Heidegger? Para Celan es prueba dolorosa de la iniquidad. ¿Y para nosotros? En la época de las omisiones y de la insustancialidad del lenguaje parecería que exigirle al filósofo un descargo, asumir una responsabilidad, fuera un acto imposible y absurdo. El que esté libre de pecados que arroje la primera piedra se dice a nuestro alrededor y, ante tamaña exigencia, sólo queda la púdica retirada; ya nada se puede decir, las palabras son cáscaras de un vacío. ¿Para qué entonces la filosofía si ella no es capaz de enfrentarse a lo terrible de nosotros mismos? ¿Qué extraño sortilegio pudo hacer de Heidegger, al mismo tiempo, uno de los pensadores imprescindibles de nuestro siglo, un verdadero espíritu innovador, y aquél que con su silencio ominoso se desentendió del sordo pedido del poeta? ¿acaso la barbarie del siglo XX incluya, como mecanismo extremo del mal, la proximidad injuriante del filósofo del olvido del ser y el silenciamiento cómplice del exterminio masivo de seres humanos? ¿ése es el camino de una interrogación radical? Lyotard se detiene, a través de una aguda reflexión sobre Freud y “lo olvidado”, en ese punto que diferencia a la verdadera historia (en tanto que anamnesis) del historicismo; una historia que “no olvida que el olvido no es una claudicación de la memoria, sino de lo inmemorial aún y siempre ‘presente’, nunca aquí-ahora, siempre escindido en el tiempo de la conciencia, crónica, entre un demasiado temprano y un demasiado tarde.” (9) Heidegger “olvida” como un gesto de escisión con un acontecer que se le vuelve señal de lo ominoso; su “olvido” no funda ninguna historia verdadera sino que sostiene una obturación, clausura la palabra que pueda intentar pronunciar la responsabilidad ante el mal.
No se trata de una represión primaria, de un “primer golpe asestado al aparato, que no lo siente”, sino de una astucia de lo infame, de un silenciamiento cómplice. Lo no soportable, en Heidegger, se vuelve olvido, sustracción de la verdad que se opone a la historia verdadera. Porque el filósofo sabe que ese “no ha lugar” de la palabra que decide no pronunciarse respecto a la Shoá funda una interpretación y un modo muy preciso de hacer historia; hay allí una responsabilidad que no puede ser desconocida por Heidegger: la de ofrecerles a las víctimas como destino final la nada del lenguaje, el hueco de la memoria. Celan, que amaba las “sendas perdidas” heideggerianas, fue hacia el filósofo para escuchar una palabra que le devolviera a los olvidados un trazo de su memoria. Sólo recogió el silencio (10). Quizás en el silencio del filósofo podamos descubrir lo imposible de ser dicho por una tradición que, ante sus propios delirios asesinos, prefiere escudarse en el enmudecimiento. Pero tal vez, lo propio y específico de Auschwitz, sea aquello que le impide a Heidegger pronunciar una palabra ante Paul Celan. ¿Qué decir y cómo decirlo? Al hundir su puñal en el pecho del judaísmo europeo, lo que se muere junto a él es el derecho de la propia tradición filosófica a continuar su camino especulativo sin hacerse cargo del mal irradiado desde su más profunda esencia. Esto, suponemos, Heidegger lo sabía. Nunca como antes de la Solución final toda la tradición metafísica de Occidente había alcanzado tal grado de compromiso, tal contaminación con el ejercicio de la destrucción total implementado por el nazismo, inclusive allí donde se mantuvo apartada y en supuesta oposición. Simplemente es impensable que la racionalidad occidental haya podido salir indemne de la tragedia judía.
Auschwitz enfrentó al pensamiento con su propio indignidad, desnudó la barbarie que se agazapaba en el despliegue civilizatorio de Occidente. Tal vez por eso la desolada reflexión de Theodor Adorno siga siendo absolutamente actual y pertinente: “Auschwitz demostró irrefutablemente el fracaso de la cultura. El hecho de que Auschwitz haya podido ocurrir en medio de toda una tradición filosófica, artística y científico-ilustradora encierra más contenido que el de ella, el espíritu, no llegara a prender en los hombres y cambiarlos. En esos santuarios del espíritu, en la pretensión enfática de su autarquía es precisamente donde radica la mentira. Toda la cultura después de Auschwitz, junto con la crítica contra ella, es basura. Al restaurarse después de lo que dejó ocurrir sin resistencia en su casa, se ha convertido por completo en la ideología que era en potencia desde que, en oposición con la existencia material se arrogó el derecho de insuflarle la luz; una luz que precisamente el aislamiento del espíritu se había reservado para sí quitándosela al trabajo corporal. Quien defiende la conservación de la cultura, radicalmente culpable y gastada, se convierte en cómplice; quien la rehúsa fomenta inmediatamente la barbarie que la cultura reveló ser. Ni siquiera el silencio (Adorno está anticipando aquí el silencio de Heidegger) libera de ese círculo; lo único que hace es racionalizar la propia incapacidad subjetiva con la situación de la verdad objetiva, degradando de nuevo a ésta a una mentira.” (11) Una cultura quebrada en su más profunda estructura es lo que Auschwitz ha dejado como herencia y lo que lo vuelve, independientemente de cualquier pretensión de originalidad, una experiencia única en la travesía histórica de Occidente, suerte de marca imborrable que, sin embargo, nos abre hacia una región de nuestro ser que preferimos olvidar. Lo despiadado del análisis de Adorno, su escritura condenatoria, implica que el universo concentracionario imaginado e implementado por los nazis contamina al conjunto de la cultura. Como si la extraordinaria promesa ilustrada, aquella que soñaba con una sociedad definitivamente liberada de oscuras y bárbaras ataduras, hubiera encontrado en la lógica del exterminio masivo de seres humanos su más absoluto mentis. J-L. Nancy lo ha dicho de un modo complementario al sostener que “Auschwitz ha significado la muerte del nacimiento y de la muerte, su conversión en abstracción infinita, la negación de la existencia; y es quizás ante todo eso lo que la ‘cultura’ ha hecho posible.” (12) La cultura moderna fundada en los principios de la libertad y la autonomía de los individuos, paridora supuestamente de una sociedad abierta hacia procesos de reforma capaces de doblegar la violencia inscripta en lo humano hasta literalmente forjar un nuevo tipo de humanidad liberada de su propio salvajismo y creadora de una verdadera convivencia democrática, ha “hecho posible”, como lo destacan crudamente Adorno y Nancy, el advenimiento de una civilización en la que nacimiento y muerte se hayan vuelto una “abstracción infinita”. Auschwitz es el nombre de ese fracaso en toda la línea de las promesas de la modernidad ilustrada, su terrible sombra compromete el futuro de nuestros pasos en la medida en que no seamos capaces de interrogar/nos respecto a lo que “queda de Auschwitz” en nosotros (13).
Notas
1. Edmónd Jabès ha descripto con palabras justas esta nueva configuración del infierno en la sociedad contemporánea: “Auschwitz es el infierno donde millones de seres humanos fueron los mártires inocentes de una monstruosa empresa de inferiorización, de desvalorización, de rebajamiento sistemático del hombre ante los ojos espantados de la muerte, tan degradada ella misma, que por primera vez conoció el asco (...).” Por eso las llamas que se elevaban en el humo de los hornos crematorios no eran las del infierno de San Pablo. Las llamas de Auschwitz no purificaban el alma de los deportados. Las devolvían más livianas a la nada.” (Edmónd Jabès, “El infierno de Dante”, Nombres, año III, Núm. 3, Córdoba, sept. de 1993, p. 132). Primo Levi también nos ofrece una imagen del infierno concentracionario: “Esto es el infierno. Hoy, en nuestro tiempo, el infierno debe ser así, una sala grande y vacía y nosotros cansados teniendo que estar de pie, y hay un grifo que gotea y el agua no se puede beber, y esperamos algo realmente terrible y no sucede nada y sigue sin suceder nada. ¿Cómo vamos a pensar? No se puede pensar ya, es como estar ya muertos. Algunos se sientan en el suelo. El tiempo transcurre gota a gota.” (Primo Levi, Si esto es un hombre, Muchnik, Barcelona, 1995, p. 32).
2. En su Epístola a los Romanos Pablo despliega con especial intensidad la concepción del pueblo cristiano como rehén del “endurecimiento” judío y del rechazo de la condición mesiánica de Jesús. En 9: 6-13 el apóstol destaca la sumisión de los hijos de Israel a los portadores del mensaje de Cristo: “El mayor servirá al menor, como dice la escritura: Amé a Jacob y odié a Esaú.” La controvertida figura del hermano mayor que en la mayoría de los ejemplos bíblicos representa lo pervertido frente a la iluminante presencia del hermano menor (basta recordar el arquetipo originario señalado por Caín y Abel). Por eso no deja de ser oscura y poco feliz la sentencia papal de “mis hermanos mayores en la fe” que leída desde la tradición paulina adquiere un rasgo muy preciso. En 9: 30-33 Pablo destaca el “olvido de la fe” de Israel: “¿Qué diremos pues? Que los gentiles, que no buscaban la justicia, han hallado la justicia -la justicia de la fe- mientras Israel, buscando una ley de justicia, no llegó a cumplir la ley. ¿Por qué? Porque la buscaba no en la fe sino en las obras. Tropezaron contra la piedra de tropiezo, como dice la Escritura: He aquí que pongo en Sión piedra de tropiezo y roca de escándalo; más el que crea en él, no será confundido.” Continúa la Epístola remarcando el endurecimiento de Israel, su profunda incomprensión del mensaje de Cristo (11: 5-10) culminando en ese texto que definió el lugar del judío en la economía de la salvación cristiana: “Pues no quiero que ignoréis, hermanos, este misterio, no sea que presumáis de sabios: el endurecimiento parcial que sobrevino a Israel, durará hasta que entre la totalidad de los gentiles, y así, todo Israel será salvo, como dice la Escritura: Vendrá de Sión el Libertador; alejará de Jacob las impiedades. Y esta será mi Alianza con ellos, cuando haya borrado sus pecados.” (11: 25-27) [Biblia de Jerusalén, Bilbao, 1975, Nueva edición totalmente revisada y aumentada]. El cristianismo necesitó al “judío”, el nacionalsocialismo, en la época de la secularización y la muerte de Dios, ya no necesitará la presencia del pueblo errante, su destino quedará sellado allí donde el crepúsculo de lo sagrado liberó a la conciencia europea, particularmente la alemana, de los destellos de la teología paulina que, como lo hemos señalado, les otorgó a los hijos de Israel un lugar, terrible y precario pero lugar al fin, en la economía de la salvación.
3. George Steiner ha ahondado, en varios de sus libros, en esta cuestión crucial: “Si me fuera concedido volver a nacer en otro mundo, elegiría la vida de un historiador o un pensador del mundo mediterráneo en los años 30 a 300 después de C., pues son años en los que se produjeron la mezcla y la trágica separación entre Atenas y Jerusalén, y de los que puede decirse que tuvieron, como ineluctable consecuencia, los campos de la muerte. ¿Cómo podemos tomar en serio los capítulos 9 y 12 de la epístola a los Romanos, donde Pablo afirma que, con su renuncia al Mesías, los judíos toman como rehén, hasta el final de los tiempo, a la humanidad entera, algo que se convierte en su condición histórica? Claudel hizo también una reflexión sobre ese tema. El hombre no puede evitar la rueda de la fortuna de la Historia mientras el pueblo judío se niegue a entrar en la ecclesia. Esta fatal e inteligente apuesta anuncia que, un día u otro, se producirán las matanzas.” (George Steiner en diálogo con Ramin Jahanbegloo, Anaya & Muchnik, Madrid, 1994, pp.122-123). En otro libro donde se recoge su diálogo con Pierre Boutang, pensador formado en la tradición de la derecha francesa, Steiner vuelve sobre esta cuestión:
Boutang: “...todo el mundo sabe que son los reyes y los papas y la Iglesia quienes han protegido a los judíos contra los otros. Que el antisemitismo criminal es algo popular e incluso populachero, que no tiene sentido. Pero está absolutamente claro que esta Sinagoga ciega debe según las profecías convertirse, transformarse, reconocer que se equivocó... al no reconocer”. (Pierre Boutang y George Steiner, Diálogos sobre el mito de Antígona y el sacrificio de Abraham, ediciones Destino, Barcelona, 1994, p.98) Boutang es terriblemente claro en su ambigüedad: la palabra Sinagoga arrastra en su boca siglos de afrenta, de envilecimiento, de desprecio. La Sinagoga se ha equivocado al rechazar al verdadero Mesías; los judíos erran por la historia porque son prisioneros de su ceguera. El antisemitismo es cosa del populacho. Los príncipes de la verdad, los dueños del poder, siempre los han protegido... Pero reconozcamos que su intransigencia, que su desconocimiento de Cristo, constituye el error de los errores. De ahí partimos y lo demás carece de importancia. Boutang expresa un profundo y radical antijudaísmo. Su rechazo es doctrinario, no es “populachero”. En este sentido, y sólo en éste, Boutang no es un nazi.
Steiner: “...tenga el valor, por Dios, de decir que para ustedes la desaparición del judío sería finalmente...
Boutang: “Lo contrario de mi pensamiento.
Steiner: “...la validación de lo que dice a la vez la Epístola de los Romanos...
Boutang: “No, la Epístola a los Romanos no dice eso!” (p.120)
Steiner coloca a Boutang delante de un imposible; que un católico contrarreformista, identificado con el pensamiento de Mourras, acepte que en la Epístola a los Romanos estaba explícitamente planteada la necesidad de la “desaparición del judío”, pero no en términos de conversión, de pacífica aceptación del mensaje de los evangelios, sino como figura final del horno crematorio. La formulación de Steiner es durísima: San Pablo inaugura la época de la persecución del judío y la terrible resolución nazi sería el punto de cierre de esa búsqueda continua, por parte del cristianismo, de hacer desaparecer al judío. Boutang habla de “conversión”, pero ¿qué ocurre si el destinado a la conversión la rechaza? Es interesante, y escalofriante, que Boutang frente a lo intolerable e inaudito de Auschwitz lo compare, pensando en el problema del mal, con el sufrimiento de un niño. La lógica del argumento se entiende: el mal nace allí donde emerge el sufrimiento en cualquiera de sus formas; pero más allá de la lógica impecable de la argumentación está la actitud ante la Shoá, su reducción, vía la comparación de todo sufrimiento, a casi una anécdota más en el largo itinerario del mal. De esta manera, Boutang se desentiende rápidamente de la cuestión, su conciencia se alivia y cree poner en su justo lugar el dolor judío, que no debería ser mayor que el dolor de un niño, ni merece serlo! La Shoá prácticamente desaparece de escena; suena casi como una exageración... judía. En diferentes momentos de su obra George Steiner ha vuelto sobre esta cuestión crucial, es particularmente significativo y esclarecedor su ensayo “A través de ese espejo, en enigma” publicado en Pasión intacta, Siruela, Madrid, 1997.
4. En su libro Lyotard plantea esta cuestión del siguiente modo: “Lo más real de los judíos reales es que Europa, por lo menos, no sabe qué hacer con ellos: cristiana, exige su conversión; monárquica, los expulsa; republicana, los integra; nazi, los extermina. ‘Los judíos’ son el objeto del no ha lugar por el que los judíos, en particular, son golpeados realmente.” J-F Lyotard, Heidegger y “Los Judíos”, ed. La marca, Buenos Aires, 1996, p. 17
5. Héctor Schmucler, “Formas del olvido”, Confines, Núm. 1, 1995.
6. Reyes Mate ha señalado con particular énfasis la tendencia de la tradición cristiana, asumida luego por la ilustrada, de volver literalmente intolerable para su universalidad el lugar descentrado del judío: “La racionalidad occidental lleva el sello cristiano. Y por mucha secularización que se le eche, el sello sigue denotando el origen. Esa secularización, sin embargo, es tan profunda que la referencia al origen puede pasar inadvertida a cualquier post-cristiano, es decir, a cualquier hombre moderno. Pero no al judío.” Reyes Mate destaca la esencial discrepancia entre lo que él denomina, en el caso de la tradición cristiano-ilustrada, una “universalidad particular”, devoradora de cualquier diferencia, de aquella otra que construida desde la marginalidad es la que efectivamente conocen los judíos, una “universalidad universal”, aquella que puede desplegarse por el mundo sin necesidad de tener que someter a sus propios presupuestos todas aquellas particularidades que habitan por fuera de sí misma. Véase de Reyes Mate, Memoria de Occidente. Actualidad de pensadores judíos olvidados, Anthropos, Barcelona, 1997, p. 16.
7. Para profundizar en una suerte de comparación entre la filosofía de Heidegger y el pensamiento judío, particularmente el de Rosenzweig y Benjamin, resulta útil el libro de Reyes Mate, Heidegger y el judaísmo, Anthropos, Barcelona, 1998. Para indagar la posible postura de Heidegger ante el exterminio y la terrible lógica de la Solución final, es muy sugerente el libro de J.L. Nancy, La experiencia de la libertad, Paidós, Barcelona, 1996, capítulo 12, y los libros de Philippe Lacoue-Labarthe, La poésie comme expérience, Bourgois, París, 1986, p. 167, y La fiction du politique, Bourgois, París, 1988.
8. J-F. Lyotard, op. cit., p. 18
9. J-F. Lyotard, op. cit., p.32
10. Dejemos que el poeta diga su palabra ante este fatal desencuentro con el filósofo:
“Árnica, alegría de los ojos, el/trago del pozo con el/ dado de estrellas encima,/// en la/ cabaña///
escrita/ en el libro/ -¿qué nombres anotó/ antes del mío?-/ en este libro/ la línea de/ una esperanza, hoy,/ en una palabra que adviene/ de alguien que piensa, en el corazón,/// brañas del bosque, sin allanar,/ satirión y satirión, en solitario,/// crudeza, más tarde, de camino,/ evídente,///el que nos conduce, el hombre,/ que lo oye también,/// las sendas/ de garrotes a medio/ pisar, en la turbera alta,/// mojado/ mucho.” Paul Celan, “Todtnauberg”, Obras completas, traducción de José
Luis Reina Palazón, Trotta, Madrid, 1999, pp. 321-322.
11. Th.W. Adorno, Dialéctica negativa, Taurus, Madrid, 1992, trad. de J.M. Ripalda, p. 367.
12. J-L. Nancy, op. cit., p. 138.
13. “...pensamos que hay una secreta connivencia, más acá de diferencias fundamentales, entre los campos y todo aquello que, por explotación, por abandono o por tortura, presenta en nuestra época lo que se podría juntar bajo los títulos, a la vez materiales y simbólicos, del encarnizamiento, de la desencarnadura, y de la carnicería (...). Habría que volver a trazar la circulación entre la brutalidad de la acumulación primitiva del capital puesta a la luz del día, la del ‘malestar en la civilización’, y la de la barbarie civilizada y tecnificada.” (J-L. Nancy, op.cit., p. 139, nota 5) Es de impostergable lectura, en relación a lo que sostiene Nancy, la última obra de Giorgio Agamben, Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida y su último tomo, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer III, ambos en Pre-textos, Valencia, 1998 y 2000, traducidos por Antonio Jimeno.
Tomado de: Instituto de Filosfía. España